Aunque existe un reclamo de transparencia en todos los ámbitos del país, hay focos de resistencia en las universidades, quién lo dijera, y en algunas dependencias de la administración federal, donde se toman en lo oscurito las decisiones sobre qué libros se publican o no.
El responsable de las publicaciones o su comité editorial solicitan por lo general la opinión de un experto, cuyo “dictamen” es decisivo.
El editor se lava en esa forma las manos y puede cobrar tranquilamente su sueldo sin tomarse la molestia de leer las obras que se le proponen.
Si no quiere publicar algún libro, puede pedir un dictamen adverso.
La editorial se reserva el nombre del “dictaminador”, y éste puede aprovechar la oportunidad para bloquear a un colega o a un escritor que no le simpatiza.
Desde luego, el autor de un libro rechazado puede protestar y señalar inconsistencias en el dictamen, pero por lo general pierde su tiempo y solo se desgasta.
Es como si a uno lo juzgaran los encapuchados del Ku Klux Klan… y esa es una de las sacrosantas costumbres de las editoriales universitarias.
Hace unos veinte años le propuse un libro, Versiones, a la Dirección General de Publicaciones del Conaculta, y el dictamen fue completamente adverso.
Me lo entregó Alfonso de María y Campos un día que me dio cita. Yo lo leí ahí mismo y le hice ver que era contradictorio, pues al final decía que mi propuesta era una "reunión azarosa de textos” que no podían integrar un libro, pero al principio reconocía que "A lo largo de las 141 cuartillas de este original el autor es fiel a una hipótesis: la literatura se hace a partir de la literatura; los escritores reelaboran las ficciones (sic) a partir de otras parecidas".
- Si todos estos escritos se basan en la misma hipótesis, su reunión no es azarosa, le dije.
De Maria se rió.
"No te preocupes", dijo, "te lo vamos a publicar".
Y, en efecto, lo publicó.
Seguramente ya se había dado cuenta de que el dictamen era demasiado vehemente y contradictorio y además debe haber reflexionado que el autor del dictamen no era más que un asesor, cuya opinión podía aceptar o desechar.
Su decisión me parece ejemplar, pero la mayoría de los editores se la quitan con que deben “respetar” el dictamen.
Posteriormente, le propuse otro libro a la DGP, La gata revolcada, y otra vez el dictamen fue adverso. Imelda Martorell, que era entonces la responsable, me dijo que ella debía respetar el dictamen, y Jaime Zorrilla que era el Secretario del Conaculta me dijo que a él le gustaba el libro, pero ya estaba por terminar el sexenio y no podía hacer nada.
El libro fue publicado por el IVEC y obtuvo reseñas elogiosas; la Editora de Gobierno se encargó de la reedición.
Las editoriales deben regenerarse y adaptarse a los nuevos tiempos.
No se deben ocultar los nombres de los asesores a los que se les pide su opinión sobre un libro. ¿Acaso los hospitales se reservan los nombres de los médicos que operan a un paciente?
Desafortunadamente, se tiende a considerar como indiscutible la opinión de los asesores.
Y así están las cosas.
La Jornada. 20 de agosto 2018
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